martes, 30 de marzo de 2010

Tener Currículum

31/03/2010 ISABEL Agüera


Me lo decía una antigua alumna de las de sobresaliente para arriba: Me piden currículum para todo y, ¿cómo lo voy a tener si lo que busco es mi primer trabajo? Y a mi memoria el berrinche de aquel primer premio de narrativa que, sorprendentemente, conseguí pero que se cargó el dichoso currículum ése porque, repetidamente, las mismísimas palabras al teléfono: Su nombre es inédito. Nos costaría mucho publicitarlo. Y me tuve que resignar. ¡A ver qué remedio!
Pero eso sí: el propósito firme de olvidarme de premios, fama rápida y barata, olvidarme de la gloria y del placer de pasear con mi obra editada debajo del brazo y pregonando a los cuatro vientos: ¡Que ya soy escritora!
Y comencé a trabajar duro, renunciado a ser planta trepadora, satélite o comercial, renunciando así a cualquier subtítulo que arropara mi nombre. Corrían los años setenta, y yo enfrascada en traer hijos al mundo, y obsesionada por hacer de la escuela un lugar donde mis alumnos y yo fuéramos felices, y embarcada en todas las aventuras culturales que se me ofrecían.
¡Ay, ay que estoy recordando que alguien dijo que nada existe más odioso que escuchar a uno hablar de sus éxitos! Pero, no; yo no hablo de éxitos, sino de currículum, y hablo de cara a que los principiantes de cualquier trabajo sepan que hay un camino que recorrer, que nadie puede dar un salto y en un pis-pas llegar a la cima porque un curriculum es la relación de títulos, honores, cargos, trabajos realizados, experiencias adquiridas, datos biográficos, etc, que califican a uno como competente profesional y si es cierto que muchos de estos atributos se pueden comprar, que el estraperlo curricular anda a la orden del día, la verdadera satisfacción no será la de haberlo obtenido sino la de haberlo merecido.
No a la envidia, no a la competitividad y a las escaleras de arena. Sí al trabajo y punto.

martes, 23 de marzo de 2010

Aprender a ser

Hay que aprender a ser
24/03/2010 ISABEL AG ERA

El era feroz huracán de adolescencia. Era un claro oscuro de auroras y crepúsculo apenas sin días. Era un agridulce que se colaba en el paladar y, en contrastes, mal se digería. Era una mirada tierna en un desconcertante rutilar de gracia y picardía. Era personaje protagonista de mil historias inventadas. Era amigo, novio, amante --decía--. Era un chaval que un día, hace ya mucho tiempo, se cruzó en mi camino una mañana de septiembre, cuando, con catorce años, alguien de un empujón lo obligó a entrar en aquella mi clase de un pueblo, jardín de huertas y azahares: ¡Anda, so traste, a ver si aprendes algo bueno! Era un vaivén de colegios y maestros. Era "alias virus" entre compañeros.

Era un mal trato, un olvido de todos. Un día, alguien, con palabras de promesas y amistad, lo engañó. Se alejó de la escuela: buscó la vida en la calle. Hace un par de años, lo encontré, un día: Tengo SIDA, pero no la he olvidado --fueron sus únicas palabras en un rostro deformado--. Tampoco él había caído en mi olvido, pero hoy su recuerdo me crece y me parece ver en su mano levantada pidiendo auxilio la de tantos alumnos y alumnas que pasan por nuestras aulas sin que jamás hayan oído, al menos de nuestros labios, la palabra amor.

Llegan y se van a nuestras aulas como números que contar, como recipientes que llenar a presión de competencias cognitivas, olvidados, tal vez por ignorancia, de que no basta con saber, sino que hay que aprender a ser, ante todo, y ese aprendizaje sólo se puede administrar desde el amor, y el amor es esa delicada flor que hay que abonar, regar y cuidar de las excesivas temperaturas y de las intemperies, al tiempo que favorecer su crecimiento en libertad. Los alumnos y alumnas deben saber que los queremos porque las páginas escritas con amor no hay años que puedan borrar. Doy fe de ello. Siempre quedan ecos grabados en el alma.