miércoles, 27 de octubre de 2010

Mi querido alumno, Rafael

27/10/2010 ISABEL AG ERA
Han pasado años, pero al celebrar el día de San Rafael, a mi memoria acude aquel alumno de diez años que, habiendo visto pronto el dolor de la vida, miraban desde una inmensa tristeza, matizada, de vez en cuando, de ingenua felicidad.
El era tierno tallo herido, a penas despuntar, que sobrevoló por nuestras vidas, cual estrella fugaz de la que más bien queda el recuerdo de un maravilloso rastro luminoso y la certeza de haber sido testigos de su deslumbrante existencia.
El era Rafael, pálido, transparente, aficionado a la escuela, a sus maestros, a mis cuentos... Y Rafael se nos fue de pronto.
Un día de escuela, mientras sus compañeros en clase compartían la difícil tarea de la educación y el aprendizaje, mientras su silla vacía, como otras veces, casi no extrañaba a nadie, mientras cada cual en su trabajo, olvidados de la provisionalidad que es la vida, con afanes desmedidos, con nimiedades, con absurdos y sin caer en la cuenta de que vivimos inmersos en el funeral eterno de los tiempos, hacíamos planes de un futuro que nos deparara mayor bienestar. Ni siquiera una corazonada, un telepático presagio; nada.
La vida del pequeño Rafael como blanquísima espuma de mar, se desvaneció con el viento. Y era un bonito día de primavera, y el sol siguió su curso, y las margaritas y las amapolas, en un frondoso salvaje, parecían entonar el más bello himno de la alegría, y en las calles, el tráfico, los ruidos, las prisas... Pero en medio de esta eclosión de vida, un pequeño féretro nos llenaba de tristeza a todos los que vivimos, de una manera u otra, la corta vida de Rafael.
Lo recuerdo, especialmente en este día, y unas lágrimas corren por mis mejillas. Sí, un alumno es como un hijo que cae en nuestras manos y, ante su grandeza, nos hace sentir lo poco que valemos. ¡Echame una mano, tú que está en el cielo!, y espérame. Entre tanto escribiré mejores cuentos, mejores libros.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Abuelos, maestros hoy

 ]El principal objetivo de mi obra, ´Guía Práctica para abuelos´, no es otro que el de poner en manos de los abuelos variopintas herramientas para que la atención a los nietos resulte una experiencia formativa, lúdica y creativa.

En líneas generales, podemos concluir que los abuelos son buenos por condición, pero yo creo que hay que aprender a comportarse como tales, huyendo, siempre que se pueda, de caer en algún tipo de esclavitud con respecto a hijos y nietos, algo por otra parte, sumamente negativo tanto para unos como para otros.

Para ello, en la citada publicación, expongo un largo recorrido a seguir para ser abuelos educadores y eficaces del cual cito, a continuación, algunos puntos: Los abuelos deben proteger la importancia de lo que son en realidad, abuelos, y no casi exclusivamente cuidadores de niños.
Los abuelos, si su condición social y cultural se lo permite, deben estar al día de todas aquellas cosas que motivan a los nietos. Es decir, deben ir por delante de ellos en conocimientos de todo tipo, y no precisamente para demostrarle lo sabios que son, sino para poder dialogar de todo, para poder prestarles ayuda y para que no consideren a sus abuelos, personas anticuadas que no entienden, no saben o no contestan.

Los abuelos jamás deben mentir a los nietos, si no pueden, o no saben la verdad, sencillamente, confesarlo. Jamás deben desautorizar a los padres.

Si opinan que están equivocados, deben tratarlo en privado con ellos. Jamás, por ningún motivo, deben chantajear, consentir, mimar, amenazar, asustar, etc. Dilatarse, sí; derretirse, no.

Muy repetido aquello de que los primeros responsables de la educación son los padres, pero la realidad de hoy pasa por ser abuelos educadores y evitar que los nietos sean víctimas del excesivo descuido de todos los integrantes de la familia.


martes, 5 de octubre de 2010

Mayores a escena



05/10/2010 ISABEL Agüera
El pasado día uno se celebró el Día Internacional de las Personas Mayores: actos de todo tipo corrieron por nuestra geografía.

Por cierto, fui testigo de un particular evento del que salí más bien triste y, por supuesto, reflexiva, ya que corrían por mi memoria palabras de mi novela Sol de Otoño en las que el protagonista, con resignación, se queja: "El hablarnos a voces, de tú y en ese tono vergonzante, en el que lo hacen es un insulto".

Efectivamente, mi preocupación por los mayores me ha llevado a concluir que, a veces, nos olvidamos de la dignidad, que nada tiene que ver con los años, y, ¡venga fiestas, centros sociales, viajes, bailes, etcétera!

Y todo eso es muy plausible, pero, ¿qué hacemos en el ámbito familiar, el más importante para ellos, por tratar de que sean felices?

Los condenamos a una vejez sin remedio, cuando, al subir el tono de la televisión, les gritamos: "¡Estás sordo!" Cuando, al tropezar, exclamamos: "¡Estás ciego!" Cuando olvidan algo e, inexorablemente, repetimos: "¡Que estás perdiendo la memoria!"

Los condenamos a la soledad más absoluta, cuando se nos pasan los días sin visitarlos, cuando ni tan siquiera tenemos tiempo para una llamada de teléfono ("¡qué no daría yo por unos minutos en compañía de mis padres!"), cuando se nos olvidan sus achaques e impotencias, cuando ya no nos sirven, en definitiva, para nuestro absoluto provecho. Y los condenamos a una tremenda humillación, cuando, olvidados de su dignidad, pasamos a tratarlos como niños.
La ancianidad debe ser un eslabón más en el proceso evolutivo. No una petrificación y marginación social y familiar, expuesta a las intemperies de nuestros repentes. De ahí que, reyes por un día, no. Son nuestros padres, siguen ahí.

Menos fiestas, pediría yo, y mucho más amor.

*Maestra y escritora