26/09/2012
Explicaba en clase la diferencia entre animales domésticos y animales salvajes. Tal vez, ingenuamente, yo insistía en la cuestión más elemental: Los animales salvajes -les decía- no pueden vivir en cautividad, entre otras razones porque son peligrosos. Por eso, no se pueden tener en las casas. De pronto, un niño levantó la mano y dijo: Entonces, maestra, yo también soy un animal salvaje. Cuando mi madre me castiga a estar encerrado en mi dormitorio o cuando tengo que venir al colegio y tengo que estar callado y quieto, haciendo copiados o fichas, me pongo furioso y me entra una cosa por dentro.
La experiencia --Pereda-- no consiste en el número de cosas que se han vivido, sino en el número de cosas que se han reflexionado. Hoy, comenzando el curso, invito a profesores y padres, una vez más, a observar la práctica educativa en el día a día, en el ser humano, uno a uno, y a reflexionar sobre ella, ya que tan dados somos a seriar y clasificar alumnos dejándolos reducidos a números sin tener en cuenta su identidad única.
En mi obra 'Bolitas de Anís' recogí numerosas anécdotas protagonizadas por niños y niñas que me llevaron a reflexionar y sacar trascendentes conclusiones de cara a mejorar mis métodos, actitudes y, sobre todo, conocimiento de la gran capacidad intuitiva y lógica de los niños.
Efectivamente, el niño de la anécdota de hoy llevaba razón. Los niños son alegría, libertad, juego, magia. No obstante, y cada vez a edades más tempranas, exigimos de ellos comportamientos que no les pertenecen, y que cansan y aburren porque se alejan totalmente y nada tienen que ver con su unicidad, con sus intereses, con su capacidad. Oigamos, y reflexionemos por qué un niño no quiere ir al colegio, no quiere copiar, no quiere pasar horas sentado, callado.
¿No seremos responsables de que se sientan tan furiosos como animales salvajes?