Hace unos días visitaba una residencia
donde estaba ingresada una buena y trabajadora mujer que conocí hace años. En
aquellos tiempos, de vez en cuando, la invitaba a café y compartíamos un rato
de charla. Me contaba que tenía tres hijos pero que los tres estaban lejos, y
que ella todas las noche se acostaba un rato en cada una de sus camas con el
fin de calentarlas y por la mañana, encontrarlas deshechas, haciéndose así la
idea de que dormían allí. Les cambiaba las sábanas, las volvía a hacer,
etcétera.
La verdad es que aquella historia me
conmovía por el amor y ternura que conllevaba. Hoy, aquella mujer ya no existe.
El maldito alzhéimer la ha dejado perdida en un túnel de oscuridades y olvidos.
Una de las cuidadoras me comentaba: "Tiene una manía con hacer y deshacer
la cama". No dije nada, pero sí, más de una lágrima corrió por mis
mejillas, y hoy aprovecho este espacio para reivindicar ese valor tan perdido
en la turbulenta corriente de palabras, gestos y acciones duras como circulan a
diario por el escenario de nuestra cotidianidad.
La ternura es la columna central que
sostiene la vida --dice el literato Martínez Gil--. La ternura es un
sentimiento que engrandece al hombre; es la demostración más sublime del afecto
entre dos personas, es una fuerza prodigiosa capaz de transformar los más
pesados ambientes. Describir la ternura sería difícil, puesto que es un sentimiento tan
grande y noble que las palabras quedarían cortas, pero es un sentimiento que
abarca no solo a personas que se aman sino que es como un fluir constante de
comprensión, proximidad y amor hacia todos los seres humanos. El cantante belga
Jacques Brel lo expresaba en sus canciones: "Somos como barcos partiendo
todos juntos en la pesca de la ternura".
Para mayores y pequeños, mujeres
y hombres, animales y plantas, yo reivindico ternura, por favor.
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