DIARIO CÓRDOBA / OPINIÓN
22/8/2014
Uno de mis nietos me preguntaba: abuela, ¿cuántos años me
faltan para ser viejo? Me sorprendió la pregunta por la preocupación que intuía
conllevaba. ¿Y para qué quieres saberlo? Todavía te queda mucho por vivir
joven. Es que yo no quiero ponerme tan feo como los viejos, como el abuelo de
mi amigo... Sinceramente esta preocupación de un pequeño me llevó a una más que
profunda reflexión.
De niños pasamos a jóvenes y de jóvenes a adultos sin
apenas darnos cuenta, como si se tratara de un paso normal en el que nos
seguimos sintiendo vigorosos, ilusionados, jóvenes, en una palabra. Pero he
comprendido que hay un travesía, la de mayor a viejo, que no todos tenemos que
recorrer de idéntica manera, porque no se trata tanto de años como de actitud.
Quiero decir que hay mayores que llegadas unas determinadas circunstancias y
números en el DNI asumen sin más el rol de viejos y salvo excepciones, que las
hay por invalidez, enfermedad, etcétera, se traduce en una dejadez total, fruto,
¡claro está! de la pereza y achaques que son propios, pero no invalidantes. No
se duchan, no se cambian con frecuencia de ropa, no se renuevan para nada, no
quieren gastar un céntimo porque les obsesiona el ahorro, son pesimistas,
negativos, intolerantes... Las mujeres, además, visten, peinan, hablan en serie
y hasta usan idénticos tonos de tinte de pelo y ropa.
Unos y otras pasan de todo y todo lo critican, les
importa un bledo la cuestión de enamorar y enamorarse, hacen constante alusión
al pasado y para más inri, cuando se presenta la ocasión, proclaman su eterna
juventud. Ya lo dice el escritor francés Renard: La vejez llega cuando se
empieza a decir: nunca me he sentido tan joven. Y no es verdad, pero lo último,
perder la personalidad y pasar a ser ser hombres y mujeres seriados.
Un paso definitivo, pero hay que mantener erguido el
árbol para que caiga majestuoso a la tierra, cuando llegue la mano del talador.