Mientras viva, este ramito de humildes florecillas,
estará siempre aquí, junto a mí
Me es imposible comenzar el día de hoy sin dedicar unas palabras al recuerdo de mi madre que se nos fue otro once de marzo de hace ya treinta y nueve años, cuando la primavera, como cada año, se adelantaba en verdes y soles y cuando los ciruelos japoneses estaban ya en flor que tanto le gustaban y con un gesto agradecía las ramitas que le subía al hospital, cuando otra vez están a punto de estallar las amapolas, cuando los pájaros de regreso surcan nuestros cielos, cuando tambores y trompetas ultiman sus ensayos como si ya nazarenos y Dolorosas eclosionaran de cera e incienso nuestras calles, hoy, nunca será para mí un día cualquiera. Sólo ella ocupa, llena mis pensamientos sin que ninguna otra cosa pudiera tratar, por más que me lo propusiera.
Eran las tres de la tarde. Después de una larguísima espera, casi a la puerta del quirófano, nos dieron la noticia.
Recuerdo, que en aquel instante, un avión sobrevolaba ruidosamente el Hospital, recuerdo que su sitio vacío en aquella cama, todavía caliente por su cuerpo, fue mi más fuerte abrazo, mi más llorado abrazo de toda la vida, recuerdo que sentí rabia del sol por no oscurecer, y rabia de la gente por seguir caminando, y rabia, mucha rabia, por no ser un Dios y resucitarla, y rabia, mucha rabia, porque ella, lo más querido de mi vida, ya no estaba conmigo. Sí, madrecita del alma. ¡Cuánto te amé!, pero una madre buena deja en el corazón de los hijos hermosas notas que se conjugan y enmarcan en el presente de los días como inacabada sinfonía. Una madre buena siempre deja paz tras de sí, deja, y resulta el más cálido de los bálsamos, el convencimiento de que alguien nos amó sin exigencias, egoísmos... Porque una madre buena es el mejor regalo que Dios hizo al hombre.
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