viernes, 19 de diciembre de 2008

DIFERENCIAS QUE MATAN


En su rostro pálido y deforme se dibujaba una sonrisa. Una sonrisa que brotaba de la tristeza infinita de su alma, como brotan las gotas cristalinas del rocío sobre la hierba marchita de los campos. Sus manos largas y puntiagudas se agitaban en un tic sin retorno. Sus pies, que colgaban secos de unas piernas muertas, eran enormes zapatos que se apontocaban sobre el plateado peldaño de una silla de ruedas grande y ligera que, al deslizarse, hacía un ruido macizo. Su cabeza, mata de pelo negro, torciendo y destorciendo el cuello, era la expresión más viva de una alegría nueva.
Un autobús blanco, impecable, con una cruz roja en las puertas, era la gran sorpresa de aquella mañana soleada de octubre. Los niños y niñas del colegio lo rodearon. Las puertas del autobús se abrieron. Una plataforma, como si fuera un ascensor de juguete, descendió automáticamente. Por allí bajaron al inválido, con aquella sonrisa triste eclipsada en su rostro.
Era su primer día de colegio. Desde entonces, cada mañana y cada tarde, esperaba feliz al autobús que transportaba al pequeño inválido y esperaba, con impaciencia, la hora del recreo para empujar su carro de ruedas por entre los mil alumnos/as que jugaban alegres. Hoy, tras muchos años pienso, en aquel pobre niño que un día faltó al colegio y ya no regresó más. Se fue al cielo.
Y, al recordarlo, siempre, y en especial en este día de los discapacitados, me pregunto: ¿Por qué tuvo que nacer inválido? ¿Por qué tuvo que morirse tan pronto? Como todos los niños de su edad, le gustaba leer, dibujar, hacer largas cuentas, jugar. Sí, como todos los niños era adicto a su cartera, a su estuche, a su bocadillo ¡Qué mala pata su progresiva invalidez, única diferencia con los demás, que acabó con su vida a las doce años!
Creo, y es lo más importante, que vivió feliz porque tuvo el calor, el cariño de cuantos lo rodeamos.

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