En estos tiempos, los síndromes de todo tipo se multiplican, llegando a constituir una lista increíble en la que todos, sin excepción, nos podemos encontrar con nuestro particular síndrome, posiblemente hasta ignorado.
Hoy se habla mucho, y puede que con ligereza no recomendable, del síndrome del niño emperador, consistente en un trastorno que en la mayoría de los casos lo sufren los niños cuando existe una carencia educativa.
Es decir, cuando la permisividad, el tratarlos con guante blanco para evitar rabietas o, sencillamente, para que nos dejen en paz, son pautas que, con toda naturalidad, practican los padres sobre todo en la primera infancia, rindiéndose así a exigencias y caprichos.
Es cierto que los padres, en una generalidad, no son conscientes de las consecuencias de dichos comportamientos, que van alimentando el ego de niños que, con pocos años, se convertirán en auténticos tiranos, y así uno se queda perplejo escuchando noticias acerca de padres que denuncian a sus propios hijos o piden ayuda ante su impotencia para una mínima convivencia.
Los expertos no acaban de ponerse de acuerdo acerca de las causas básicas del síndrome. Los hay que dan más peso a la cuestión genética, y los hay que otorgan más importancia a los factores ambientales o educativos. Desde mi punto de vista, sin más título que la experiencia, la genética, sin duda, puede ser un factor pero los niños, en general, si no se les ponen límites, si se les consiente en todo y por todo, si no se les exige, aunque sean pequeños, mínimas responsabilidades, etc. tienen muchas papeletas para convertirse en niños tiranos.
Pero en nuestras manos está el anticiparnos: educación, freno, vigilancia, etc. Y no permitir pisar la sutil raya que marca los límites entre lo natural en la infancia-caprichos, desobediencias, etc., con la fatal trayectoria que desembocará en niños tiranos.
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