Hay que aprender a ser
24/03/2010 ISABEL AG ERA
El era feroz huracán de adolescencia. Era un claro oscuro de auroras y crepúsculo apenas sin días. Era un agridulce que se colaba en el paladar y, en contrastes, mal se digería. Era una mirada tierna en un desconcertante rutilar de gracia y picardía. Era personaje protagonista de mil historias inventadas. Era amigo, novio, amante --decía--. Era un chaval que un día, hace ya mucho tiempo, se cruzó en mi camino una mañana de septiembre, cuando, con catorce años, alguien de un empujón lo obligó a entrar en aquella mi clase de un pueblo, jardín de huertas y azahares: ¡Anda, so traste, a ver si aprendes algo bueno! Era un vaivén de colegios y maestros. Era "alias virus" entre compañeros.
Era un mal trato, un olvido de todos. Un día, alguien, con palabras de promesas y amistad, lo engañó. Se alejó de la escuela: buscó la vida en la calle. Hace un par de años, lo encontré, un día: Tengo SIDA, pero no la he olvidado --fueron sus únicas palabras en un rostro deformado--. Tampoco él había caído en mi olvido, pero hoy su recuerdo me crece y me parece ver en su mano levantada pidiendo auxilio la de tantos alumnos y alumnas que pasan por nuestras aulas sin que jamás hayan oído, al menos de nuestros labios, la palabra amor.
Llegan y se van a nuestras aulas como números que contar, como recipientes que llenar a presión de competencias cognitivas, olvidados, tal vez por ignorancia, de que no basta con saber, sino que hay que aprender a ser, ante todo, y ese aprendizaje sólo se puede administrar desde el amor, y el amor es esa delicada flor que hay que abonar, regar y cuidar de las excesivas temperaturas y de las intemperies, al tiempo que favorecer su crecimiento en libertad. Los alumnos y alumnas deben saber que los queremos porque las páginas escritas con amor no hay años que puedan borrar. Doy fe de ello. Siempre quedan ecos grabados en el alma.
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