30/11/2011
En más de una ocasión he repetido anécdotas que han marcado un hito de alarma acerca de por dónde debe transcurrir en educación la cultura de la no violencia en cualquier ámbito de convivencia, pero que de forma imparable se tipifica en la violencia de género.
Un pequeño de siete años me comentaba un día en el aula: "Anoche mi padre le pegó a mi madre, y yo estaba escondido en la terraza, pero, cuando tenga fuerzas, le voy a pegar yo a él". No sé dónde andará aquel niño hoy, pero sí tengo por buen seguro que sus ansias agresivas, gestadas en el seno del hogar, habrán encontrado numerosas y variadas víctimas.
Otro pequeño, no solo testigo de malos tratos a la madre sino receptor de grandes palizas e incluso castigos que constituían auténticos delitos, no considerados tales en lejanos años, me consta que hoy por hoy es un consumado maltratador.
Y es que una vez más toca repetir: El que escribe en el alma de un niño escribe para siempre, porque si bien es verdad que a lo largo de la vida se aprende, no lo es menos que nadie cambia. De ahí, que si un niño soporta, presencia, convive en ambientes violentos, aprenderá a ser violento, y es sumamente necesario que los mayores seamos conscientes de cómo los pequeños son esponjas que se empapan hasta del sudor que transpiramos, alimentando tiernas raíces en árida tierra cuyos frutos serán el hacha de guerra del mañana.
Y eso quiere decir que también las voces entre padres, la faltas de respeto, los comentarios sexistas, racistas, los castigos injustificados, los excesos, los muchos caprichos que se les dan, el sin fín de horas que los dejamos solos ante la televisión y un larguísimo etcétera son violencia, al que se suman otros ámbitos como un excelente caldo de cultivo en el que se va formando la futura personalidad violenta de nuestros niños.
El violento no nace; se hace a nuestra justa medida.