Cada instante nace y muere una ilusión, pero nuestros ojos deben estar abiertos,
tanto para recibirla como para despedirla
Hace unos días, y con su mijita de gracia, me decía textualmente una compañera: Que no, Isabel, que no tengo ilusión por volver a clase. Que los maestros somos siempre, y para todo, la percha de las guantás , y no hay derecho a soportar y callar todo lo que nos echen. ¡Que no, que ya no hay ilusión que valga! Y añadía: Y ahora vas y lo escribes, que te conozco.
Pues, sí, ahora, vísperas ya de regresar a las aulas, voy y lo escribo y parafraseando a Gabriela Mistral, yo diría: En la vida hay muchas cosas que pueden esperar, pero no el niño. Para el niño, mañana significa ilusión o nada. La mejor palabra que comprende es hoy, ya, ahora.
De ahí que, tanto maestros como padres, tengamos el ineludible deber de hacerles caer en la cuenta de que el futuro no es algo a lo que se llega sin remedio, sino algo que se construye desde el presente, con voluntad decidida de cambio, con capacidad de adaptación a insospechadas situaciones, y lo que es más importante, con capacidad para inventarlas. Entiendo que en los tiempos actuales queda un mínimo espacio para la ilusión pero a mi memoria afloran recuerdos de años peores, cuando, solo y exclusivamente, una gota de ilusión era motor que nos hacía dar el siguiente paso cada día porque bastaba, y basta, mirar a los ojos de un niño/a, donde nacen los sueños, para entender que no hay guantás que puedan arrancarnos la responsabilidad, la vocación...
Un niño exclamó un día: ¡A lo mejor estamos ahora creando el octavo día! Sí, exactamente, se trata de eso: ¡Crear un nuevo día!, y crearlo con luz, con sol, con tierra, con agua, con ilusión porque, si el tiempo se detiene, la escuela enmudece ante el porvenir.
Una ilusión eterna, o que por lo menos renazca en el alma de vez en cuando, no solo está muy cerca de la realidad, sino que sin esa realidad no se puede vivir. Una pizca de amor a los niños y la ilusión renacerá.
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