ISABEL Agüera 14/02/2012
Lo decía mi nieto de siete años, y la verdad es que yo no tenía razones para contradecirlo. Hoy, con la serenidad de los años y, tras haber buceado mucho por grandes y ocultas profundidades, sin ánimo, por supuesto, de transferirle verdades absolutas, que no las hay y menos aún en cuestiones de fe, de alguna forma quiero dar respuesta a sus inquietas y repetidas preguntas: "Abuela, ¿tú crees en Dios?".
Compleja cuestión para tan pocas líneas. Te diré mi querido pequeño, primero en lo que no creo. Eso es: en un Dios de premios y castigos, de silencios y olvidos. No creo en un Dios remedio de todos los males y dador de todos los bienes. No creo en un Dios eco de mi pobre y débil voz.
Dios, esa palabra que te parece tan rara, se ha conservado bajo esta forma original en la lengua de todos los pueblos y debió ser el primer grito que representó al pensamiento humano, la primera exclamación admirativa que hizo el hombre al contemplar la naturaleza, los primeros quejidos de dolor que buscaban consuelo en una misericordia soberana.
El hombre, en su orgullo --dice otro raro, Nietzsche-- creó a Dios a su imagen y semejanza, y así --te digo yo--: ¡Vaya si es contradicción todo lo que le achacamos a la palabra Dios! Pero es mucho más sencillo, cómo yo lo veo.
La palabra Dios es tan solo sombra de lo que no entendemos, de lo que no alcanzamos a tocar, pero olvídate de tal palabra y dime: ¿No es cierto que algo notamos en nuestra vida que se escapa de nuestros maravillosos alcances y hasta de los más sabios pensadores?
La palabra Dios la hemos revestido de mágicos poderes, la hemos colgado de las nubes y, ¡hala!, percha de las guantas.
Para mí, a Dios no hay que buscarlo en las alturas, sino aquí, en la tierra de todos y resumido en pocas palabras: amor al prójimo como a nosotros mismos.
¿A que visto así no es tan raro?.
* Maestra y escritora
No hay comentarios:
Publicar un comentario