No hay día que conductas de jóvenes y adolescentes salten como noticia de primera en los medios de comunicación. Y es cierto que hay casos que nos dejan tan descolocados como para expresar la visión más pesimista acerca de edades que, si bien han sido siempre conflictivas, hoy día su contenido se ha elevado a potencias inimaginables.
Una vivencia en días pasados me estremeció y embargó de tristeza y reflexión. Madrid. Tren, Talgo. Por el pasillo veo avanzar a una chiquilla de unos quince años, arrastrando una pesada maleta.
Detrás de ella, la madre. Su asiento, justo a mi lado. La chavalilla exclama: ¡Cuánto pesa esta maleta! ¿Qué hago cuando llegue? ¿Me estarán esperando?
Sin detenerse ni un solo instante, la madre, como una exhalación, desciende del tren exclamando: ¡Arréglatelas como puedas! ¿No dices que ya eres mayor?
Y aquella muchacha, cayendo encima de mí, se arrojó a la ventanilla medio gritando: ¡Mamá, mamá! Pero mamá, que se perdía entre una multitud, ni tan siquiera volvió la cabeza.
Hasta aquí parte de la vivencia, pero mis reflexiones, que no cesan, son hoy tema que trataré de reducir al máximo. Con un esquematizado bagaje, rescoldo de fantasías y escozor de intuiciones fantasmagóricas acerca del mundo de los adultos, llega el niño a la adolescencia en una especie de explosiva y desesperada búsqueda de identidad.
Y vuelve a situarse en el centro del universo, pero no ya como un ser improductivo al que alimentar, sino como un osado rebelde, un ser extraño que se aísla, que se encierra en su capullo para realizar una importante metamorfosis.
No podemos anatematizar, ni condenar y mucho menos abandonar ese trance del que puede surgir una bella mariposa, porque su grito, ¡mamá!, es un SOS: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? Volvamos la vista. Están ahí: esperan menos reproches y más repuestas.
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