14/04/2015
Me siento mal, muy mal, cuando en algún
medio de comunicación en el que supuestamente se premia la convivencia, como
hemos visto en estos días, se aplaude, se vota, se laurea y se corona
precisamente todo lo contrario de una buena convivencia: la falta de respeto,
el vocabulario soez, los gritos, los gestos vulgares, el desprecio, las grandes
faltas de educación, etcétera.
Me siento mal, digo, y siento pena de
esta nuestra incultura colaboradora que sube al podium con todos los honores
esta falta de valores tan poco ejemplarizante para los espectadores en general
y para los pequeños en particular, ya que se emite, sin pudor, a todas horas.
Hay que aprender a vivir con los demás
--decía mi padre--, siendo personas respetuosas, trabajadoras, responsables,
educadas y consideradas, pero hay que educarse para tal fin, porque no vivimos
solos en una isla sino en la gran casa del mundo. El ser personas aptas para la
convivencia debería ser meta hacia la que sin tregua tomaran rumbo nuestros
pasos que, sin duda, tendrán que ir abriéndose paso entre la hojarasca de los
caminos de forma que nos penetre, sin interferencias la radiante luz del saber
ser y el saber actuar y no el conseguir honores, dinero, fama a cualquier
precio.
Siempre ha sido valor y objeto de
educación el saber convivir pero hoy día, en un mundo, por un lado globalizado
y por otro cada vez más autista, la convivencia tendría que ser potenciada a
todo los niveles y por todos los medios.
Convivencia es, ante todo, compartir,
participar en la vida ajena y hacer participar al otro en la propia. Conocida
es la frase de Luther King: Hemos aprendido a volar como los pájaros, a nadar
como los peces; pero no hemos aprendido el sencillo arte de vivir como
hermanos.
Mucha dinámica de grupo se precisa
tanto en familia como en escuelas como en el rodaje social. Vayamos a ello, ya.
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