La verdad es que si buscamos lo positivo de lo ordinario, podemos llegar a convivir a gusto con las rutinas que bien llevadas son alimento que, como el pan, necesitamos, simplemente, porque nos hemos habituado a que no falte en nuestra mesa.
Pero, ¡claro!, corremos el peligro de acostumbrarnos tanto a ellas que no percibamos lo singular, lo que deberíamos ver y publicitar a todos los niveles.
Y es que nuestros cinco sentidos han caído en la pereza de no ejercitarse y dejarse llevar por lo que tan cómodamente nos cae de forma gratuita. En parte es cierto que la rutina informativa, por ejemplo, un día y otro, es tan repetitiva, machacante y negativa, que verbalizamos o pensamos: ¡Más de lo mismo!
Sucede, no obstante que, de vez en cuando algo distinto se cuela en esa secuencia diaria de reportes clonados de un día para otro y que terminan por ser encefalograma plano de cara a nuestra vida, río imparable, que debería serlo en crecidas, alimentadas por esos mensajes que resultan subliminales ya que pasan por debajo de nuestra percepción tan dispersa o proyectada en otras direcciones.
Bueno, pues algo distinto, un sencillo gesto me conmovió profundamente en días pasados. Y ¡claro!, dada la inercia a la que me he referido, poco o nada se ha comentado. Fue un instante informativo en televisión, al que de forma anónima ilustró una imagen. Se daba la noticia de cómo tras varios días bajo los escombros en el terremoto de China se rescataba con vida a un medio moribundo bebé. El hecho, auténtico e inexplicable milagro, pero la imagen grabada en mis retinas, tierna, humana, maravillosa… una mujer policía, supongo, lo acunaba en sus brazos y lo amamantaba con la leche de sus pechos.
Aquel gesto y la sonrisa del bebé fue algo tan humano y tan distinto que bien merece categoría de gran noticia: Todavía hay seres humanos por el mundo
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