sábado, 16 de agosto de 2008

AQUEL PEQUEÑO, EL LOQUILLO


RADIOGRAFÍA DE UNAS HORAS


Madrugué aquella mañana. Era la primera de mi estancia en la aldea. Por unos instantes, entre soñolienta y desconcertada, me sentí perdida en aquella contrahecha habitación de vigas carcomidas y recién encaladas, en aquella horrenda cama de olor a fuerte insecticida y en colchones de borra apelmazada y dura.

Me despertó el viento que movía las viejas maderas de una persiana, y me despertó la lluvia que chorreaba de los canalones en una palangana.

De repente, despabilé. Un reloj daba siete largas y sonoras campanadas, y mis pensamientos revivieron las imágenes vividas en tan cortas horas en aquel lugar casi perdido de los mapas.

Sí, aquella aldea era mi primer destino. Había llegado por la noche en el coche grande, la catalana, que levanta polvo por los caminos, que, al atravesar pueblos y aldeas, va siendo festiva en noticias, paquetes, viajeros...

Y la gente, cada tarde, a la puesta del sol, aseada, con olor a jabón verde y a colonias baratas, acude a la parada, y son minutos de encuentros, de comentarios, saludos, despedidas...

Me quedé dormida de madrugada. Por mi ventana entreabierta se colaba un cielo cubierto de nubes y la luz pobre de una bombilla callejera.

Y en el silencio, pasos fantasmagóricos, cantos de grillos y algún que otro perro aullando por los campos.

Me vestí de prisa, apenas escuché el primer toque, largo y perezoso, de Misa. Era, al fin, como el primer reclamo de vida que percibía tras aquella noche desapacible y misteriosa.

Llovía, cuando salí a la calle. Una bruma pegajosa envolvía las cuatro casas, chimeneas humeantes, con olor a pan caliente, que eran la aldea. Anduve por callejuelas solitarias y empedradas. Un perro flacucho estiró sus orejas al verme y, tras husmearme, se alejó con indiferencia.

La vida, no obstante, parecía regresar sin prisas, marcando, eso sí, el íntimo y entrañable valor de cada instante, presente en olores y sonidos que reverberaban el hogareño trajinar de aquel puñado de habitantes.

Al cruzar la calle principal, me detuve en la ventana de un viejo porche. Allí, estático, con la nariz pegada al cristal, había un niño. Al descubrirlo, tuve la impresión de que me había observado, paso a paso, desde que, haciendo piruetas, caminaba entre charcos, piedras y aceras embarradas.

No obstante, al acercarme a la ventana, se mantuvo extático en aquel gesto que resultaba grotesco a través del cristal mojado.

Le tiré un beso, lo saludé agitando la mano, le sonreí, pero aquel pequeño, de ojos inmensos, metido en una sucia y descotada camiseta, era, así lo evidencié desde un primer encuentro, un deficiente mental.

Había dejado de llover. El último toque de Misa apresuraba a piadosas mujeres que, acurrucadas en grandes velos, se dirigían a la iglesia. Al cerrar mi paraguas de vistosos colores, aquel pequeño, extasiado con los hilillos de agua que corrían por debajo de las aceras, levantó sus párpados, más bien amoratados, y encogiéndose de hombros en un gesto de ingenua timidez, me miró y sonrió.

Pasé un año en aquella aldea. A José Antonio, el Loquillo, como familiarmente lo llamaban, jamás lo he podido olvidar, y si Platero, borrico peludo y suave, fue el plateado sueño de un poeta, para mí, aquel niño deficiente, fue siempre el objeto de mi mejor inspiración.

Si el genio crea, el talento explora y el ingenio canta, éste último, en mi narración, viene a ser la canción sublime que la mente enferma de un niño entona, sin apenas notas, a la vida, pero que nos recrea, que nos hace abrir los ojos para ver y captar esos destellos de conocimiento que, perdidos apenas nacer, en la oscuridad de un cerebro inmaduro, son como bengalas fugaces que, no obstante nos deleitan con su colorido, con su lluvia de estrellas.

Mi narración va por ti, Loquillo. Si ser normal es crear, construir y cantar, voy a intentar hacer todo esto, al menos por una vez, pero tú que confundes a las mariposas con pétalos desgajados por el viento, que juegas con las gotas de lluvia como si fueran estrellas rotas, que sabes contar hasta cinco las cabras de la manada de Quico, tú, mi Loquillo, vas a ser mi genio, mi talento y mi canción.

¡Vamos, pequeño! ¡No tengas miedo! Tú no estás en la fe de erratas de la vida, ni eres una tara en el maravilloso concierto de la creación, tú, como el blanco y el negro, como el dulce y el salado... eres la otra cara de la moneda, el gran acierto de la contradicción.
Sonríe, Loquillo. La gente de España es gente de pueblo igualito al tuyo, y saben también de niños que, como tú, serán eternamente felices porque nacieron y morirán eternamente niños.

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