Lo mejor de las Navidades, y porque así lo viví en mis años de infancia y juventud, son los encuentros familiares, ya que, a lo largo del año, por trabajo y obligaciones, nos vamos distanciando unos de otros. Es curioso observar cómo son los niños los que más gozan con estas vivencias en las que, con el mejor espíritu, y en torno a los mayores, la familia come, juega, ríe, cuenta historias, etc.
Y sorprendente me resultó este año la confesión de uno de mis nietos que, con la sonrisa de oreja a oreja, exclamó: ¡Pues yo quisiera saber quiénes fueron mis bisabuelos, mis tatarabuelos, todos, y quisiera saber en qué trabajaban, cómo eran, etc. Eso tiene que ser chulo. Por supuesto me hice el propósito de escribirle un cuaderno y llegar, con pelos y señales, hasta dónde mis recuerdos y conocimientos alcanzaran.
Lo importante, y creo que se trató para mí de un descubrimiento, fue comprobar cómo, en un mundo donde el peligro del anonimato, el olvido de orígenes y genealogía se va asumiendo en aras de un aquí y ahora, un chaval de catorce años, al sentirse arropado, compartiendo con los suyos momentos inolvidables, expresara el deseo de saber quiénes fueron y cómo fueron sus antecesores.
Sinceramente, me prometí reivindicar, casi como asignatura obligatoria, al menos para los padres, el estudio elemental de esta disciplina porque la genealogía nos da un lugar en nuestra sociedad, nuestro pueblo, nuestra historia y nos pone en contacto con acontecimientos que se leen a veces con indiferencia en los libros de texto como si pertenecieran, prácticamente, a otra dimensión, y puede que esos nuestros ignorados bisabuelos fueran protagonistas, luchadores activos implicados en la construcción del mundo que hoy nos toca vivir y que de seguro desearon mejor.
Saquemos las amarillentas fotografías de nuestros ancestros y construyamos el árbol genealógico.
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