05/10/2010 ISABEL Agüera
El pasado día uno se celebró el Día Internacional de las Personas Mayores: actos de todo tipo corrieron por nuestra geografía.
Por cierto, fui testigo de un particular evento del que salí más bien triste y, por supuesto, reflexiva, ya que corrían por mi memoria palabras de mi novela Sol de Otoño en las que el protagonista, con resignación, se queja: "El hablarnos a voces, de tú y en ese tono vergonzante, en el que lo hacen es un insulto".
Efectivamente, mi preocupación por los mayores me ha llevado a concluir que, a veces, nos olvidamos de la dignidad, que nada tiene que ver con los años, y, ¡venga fiestas, centros sociales, viajes, bailes, etcétera!
Y todo eso es muy plausible, pero, ¿qué hacemos en el ámbito familiar, el más importante para ellos, por tratar de que sean felices?
Los condenamos a una vejez sin remedio, cuando, al subir el tono de la televisión, les gritamos: "¡Estás sordo!" Cuando, al tropezar, exclamamos: "¡Estás ciego!" Cuando olvidan algo e, inexorablemente, repetimos: "¡Que estás perdiendo la memoria!"
Los condenamos a la soledad más absoluta, cuando se nos pasan los días sin visitarlos, cuando ni tan siquiera tenemos tiempo para una llamada de teléfono ("¡qué no daría yo por unos minutos en compañía de mis padres!"), cuando se nos olvidan sus achaques e impotencias, cuando ya no nos sirven, en definitiva, para nuestro absoluto provecho. Y los condenamos a una tremenda humillación, cuando, olvidados de su dignidad, pasamos a tratarlos como niños.
La ancianidad debe ser un eslabón más en el proceso evolutivo. No una petrificación y marginación social y familiar, expuesta a las intemperies de nuestros repentes. De ahí que, reyes por un día, no. Son nuestros padres, siguen ahí.
Menos fiestas, pediría yo, y mucho más amor.
*Maestra y escritora
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