Pues, nada, que sin comerlo ni beberlo, "cuerpo a tierra", sobre el asfalto del gran aparcamiento de un centro comercial! Eso es: mi agorafobia, un mareo, el bolso por los aires y allí quedé tirada sin perder el conocimiento pero sin poder ni tan siquiera abrir los ojos.
En unos instantes, un nutrido coro de gente me rodeaba en diligencias y comentarios: "Subidle los pies, llamad a una ambulancia, ponedle algo debajo de la cabeza, tapadla, me suena la cara..." Unas manos de hombre fuerte apretaban las mías, al tiempo que repetía: "¡Tranquila, señora, no le va a pasar nada! Aquí tengo su bolso y... las llaves de su coche. ¿Quiere que llamemos a alguien o llamamos a la ambulancia?" A la ambulancia, no. Y repetí un número de teléfono.
En fin, un espectáculo de primera, pero a lo que iba: jamás en mi vida me he sentido más impotente, inédita y presta a ser pacto de comentarios, propuestas y decisiones ajenas, pero confieso que tal vez sea la primera vez en mi vida que más acompañada, atendida, querida y bien tratada me he sentido.
Las manos de aquel hombre, al que no pude ver su rostro pero sí sentir sus generosas vibraciones, me llegaron al alma, porque, una vez más comprendí qué buena gente la gente que lejos de enfrentamientos políticos, religiosos..., lejos de competitividades, de protagonismos, etcétera, muestra solo su rostro de gente. La buena gente que más sufre las crisis de todos los colores, que protesta pero al fin soporta, la gente manipulable, a la que nos referimos como sinónimo de los otros, los incultos, vulgares, gastadores e irresponsables.
No obstante, la gente es la que llena calles y plazas, la que consume, la que se mueve, la que, cuando llega el momento, sacando su vena de gente, es sabia, solidaria, servicial, humana y, llegado el caso, hasta casi divina.
Por ello, va por la gente y quiero ser solo eso: gente sin más. * Escritora
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