EDUCACIÓN/DIARIO CÓRDOBA
ISABEL AG ÜERA 10/10/2012
Cierto día, y por sugerencia mía, los alumnos se dibujaban a sí mismos. Un pequeño se dibujó rodeado por un círculo. ¿Qué significa este círculo? --le pregunté--. Eso no es un círculo --me contestó-- ¿No ves que es una corona? Otro alumno se dibujó en lo alto de un pódium: ¿No ves que soy un campeón? --exclamó--. Una pequeña se dibujó con una muñeca entre los brazos. Es que soy una mamá --me dijo--.
Sinceramente, algo se reveló en mí. Largos años ya tratando de educar en igualdad y aquellas confesiones de los pequeños evidenciaban los pocos logros alcanzados, pero, ¿dónde radicaba el fallo? Mi reflexión pronto tuvo respuesta: una madre, que esperaba a la salida a su hijo e hija, exclamó dirigiéndose a ellos: ¿Dónde está mi rey? ¿Y mi niña?
Ni mucho menos voy a responsabilizar solo a la familia. Creo que somos todos los que seguimos, de una manera o de otra, discriminando por razones de sexo, si bien a veces son pequeñas cosas que nos pueden pasar desapercibidas, pero que socialmente nos impulsan en determinadas direcciones.
¿No es verdad que nos resistiríamos a que nuestras hijas asistieran a entrenar fútbol, y no a clase de ballet, pongo por caso? ¿No es cierto que muchos maestros y maestras, inconscientemente digamos, asumimos que los varones son más desordenados, más de dar patadas, más de peores comportamientos, etc.?
Muchas veces he repetido que jamás, en nada, pero sobre todo en educación, existen leyes generales, porque jamás un alumno/a más otro van a sumar dos, luego ni todos los varones son de patadas ni todas las niñas de muñecas y tiernas palabras.
De ahí que, primando siempre la individualización, nuestra mente y nuestros comportamientos deben asumir que no está todo en el lenguaje: o/a, sino en dar prioridad a la igualdad de gustos, oportunidades y, por descontado, de educación.
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