Corrían malos años aquellos primeros de mi magisterio. Mi residencia, una habitación en casa de vecinos. Permanecí en ella un curso, pero jamás podré olvidar a María.
Ella, pequeñita, silenciosa, trabajadora, pareja del dueño de aquella
fría, incómoda y destartalada vivienda, con cuatro hijos pequeños, de sol a
sol, prestaba servicio a todos: limpieza, cocina, ropas… Y en sus labios siempre una palabra amable,
una sonrisa, un gesto humilde.
No obstante en su rostro azulado podía
adivinarse el sabor de muchas lágrimas calladas, de muchos miedos soportados,
de una inmensa marea de interrogantes que le reventaban el alma sin respuestas.
Una noche y otra, yo la escuchaba, a través
de las paredes, suplicando, llorando… ¡No me pegues, no me pegues! Y escuchaba
golpes acompañados de voces brutales de
aquel hombre que, celoso y medio borracho, la agredía, la humillaba, la
maltrataba.
Recuerdo que, me tapaba la cabeza con
aquellas sábanas de lienzo moreno, como si me protegieran de tamaña barbarie, pero mis noches se tornaban
horas de insomnio en las que mi corazón
estallaba en fuertes latidos de rabia, impotencia… dolor.
Yo casi una niña sin recursos, denuncié,
pero todo fueron oídos sordos. ¡Maldita sea! Corrían otros tiempos.
Blanca paloma herida que mis manos trataban de acariciar
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