Es la
una de la madrugada de un día cualquiera de este mes de diciembre gigante que a
dentelladas, se me antoja a mí va devorando los últimos días de
esta década en la que los tres os habéis hecho mayores, habéis abandonado
vuestros juguetes para integraros en un mundo de formalidades
que de una forma natural vais aceptando, porque es la vida que os
abraza, que os reclama, que os infla para que os crezcan
vuelos, camino del mar donde os aguarda el placer de una orilla en
calma, luz de todos los tiempos, latido de amor de todos los hombres. ”Nuestras
vidas son los ríos que van a dar a la mar...”.
De toda la vida, lo sabéis, me
ha gustado sentirme río. Río que nació allá lejos, entre montañas, entre
deshielos, limpio, puro... Tan poca cosa. que sólo era agua para alimentar
superficies de chinas blancas en las que se podía mirar sin interferencias
el sol. No obstante, aquel burbujear casi en la nada emprendió camino,
alimentándose de otros cauces, de otros canales, alimentándose y creciendo
siempre a la sombra, al amparo de álamos plateados y cantos de ruiseñores.
Por eso, hoy, esta noche que
la lluvia me alimenta y me hace crecer, ya casi en caudal que quiere
desbordarse, me siento lista para dar respuesta a una pregunta que
os debo desde vuestro despertar a la vida y descubrir, que dentro de
vosotros, como dentro de todos los seres humanos, se agigantaban inquietudes,
deseos de trascendencia, miedo, que, en un ininterrumpido vaivén comenzaba una
búsqueda precoz de respuestas: “¿Existe Dios, mamá? ¿Hay otra vida,
mamá?”
Mi sí, o mi no rotundo hubiera
sido una traición a vosotros, a mí misma... a Dios. ¿Acaso era yo alguien para
interceptar con mis verdades el camino de las vuestras? Por eso, mi deseo de
reconduciros al umbral de esa búsqueda personal que. inexorablemente os
hiciera converger en la paz de una vivencia rumiada en los adentros
del alma: Somos el hálito y la fragancia de Dios. Somos Dios en las
raíces, en los tallos,... en las hojas.
Perdonad hijos, que no tuviera
mejor respuesta. Sólo, cuando el río es grande, crea profundidades en las
que puede bucearse en busca de algún tesoro perdido, o simplemente en
busca de esa botella que encerraba el mensaje. Y es que vuestras
preguntas me sorprendieron a mitad del camino, cuando todavía Dios era
artífice anónimo de mi madurez, cuado Dios, tras una barrida de fanatismo religioso,
parecía esfumado de mi vida. Los tiempos, la moda, mis razonamientos se
encaminaban a considerar la fe de mi infancia y de mi juventud.
Recuerdo que una noche lloré la muerte de Dios que, de repente, se convirtió en
una obsesiva pesadilla que me había acompañado desde el mismo día de mi
nacimiento.
Y empecé a caminar sola,
materializando todo lo que como un toque de atención, me resultaba
desconcertante. Me convertí en oyente, en creyente de todas las teorías acerca
de la no existencia de Dios, acerca del sentido práctico que debe guiar nuestra
vida al considerarnos auténticos protagonistas de una historia donde cada
eslabón que nace se aúpa en la nada del que muere.
Con indiferencia, he caminado
durante largos años, atribuyendo a casualidades, a hechos naturales, todo lo
que de alguna forma pudiera recordarme el aliento de Dios, presente y cálido en
mi exigencia. Y llegué a comulgar con un final terreno de todo lo que
soy, aceptando y dando por buenas, las limitaciones que la muerte impone
a todo lo que vive como final único e inexorable de este puñado de
materia que es nuestro cuerpo. Me he preocupado, eso sí, de estar siempre
en paz con mi conciencia, pero por pura ética al saberme cumplidora de mi deber
como ser humano.
Pero un día, también ya
lejano, ahondé en mis profundidades, revestida de soledad, de silencios,
revestida de mi verdad, con las alas que me crecieron en el camino: intuición,
objetividad, valor, sabiduría, discernimiento... Y allí, sin cielo
ni infierno, sin voluntad que deba acatarse como antídoto y remedio de
todos los males o de todos los bienes, sin la vara, sin la puya que ordena,
castiga o premia, allí, creando mi vida cada instante, sacándome de la nada,
cuando yacía muerta por el dolor de tantas veces, allí, vivo, alumbrando mis
oscuridades y revistiendo de amor mis alientos perdidos, estaba Dios.
Por eso, hijos míos, hoy
emocionada, y no por sensiblerías, que no han lugar, y menos precisamente
en estos días, en los que intuyo el gran dolor que nos aguarda, quiero
haceros partícipes de la única respuesta que sé, de la única quizás que pueda
daros con toda sinceridad: Yo creo en Dios. No obstante, comprendo que
Dios no existe para todos. Quiero decir que hay que creer, crear profundidades,
zambullirse en ellas hasta la saciedad, con la única libertad que existe, la
que nadie puede violarnos: la libertad de sentirnos auténticos.
Pero Dios no es un molde
que sirva para todos. Cada ser humano, mirándose a sí mismo, puede
descubrir el verdadero rostro de Dios. El mío tiene el color y el sabor
de las lágrimas amargas, pero también, la sonrisa, la paz, la calma, el
amor que sostiene en vilo el agua de este río que sigue amamantándose de
arroyos, en su profundo, en su reverente caminar hacia el mar.