sábado, 16 de enero de 2016

CREO EN DIOS

Dedicado a  mis hijos.

Es la una de la madrugada de un día cualquiera de este mes de diciembre gigante que a dentelladas, se  me antoja a mí va devorando los últimos días  de esta década en la que  los tres os habéis hecho mayores, habéis abandonado vuestros juguetes  para integraros en  un  mundo de formalidades que de una forma natural  vais aceptando,  porque es la vida que os abraza,  que os reclama, que os infla  para que os crezcan vuelos,  camino del mar donde os aguarda  el placer de una orilla en calma, luz de todos los tiempos, latido de amor de todos los hombres. ”Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar...”.
De toda la vida, lo sabéis, me ha gustado sentirme río. Río que nació allá lejos, entre montañas, entre deshielos, limpio, puro... Tan poca cosa. que sólo era agua para alimentar superficies   de chinas blancas en las que se podía mirar sin interferencias  el sol. No obstante, aquel burbujear casi en la nada emprendió camino, alimentándose de otros cauces, de otros canales, alimentándose y creciendo siempre a la sombra, al amparo de álamos plateados y cantos de ruiseñores.
Por eso, hoy, esta noche que la lluvia me alimenta y me hace crecer, ya casi en caudal que quiere desbordarse, me siento lista para dar respuesta  a una  pregunta que os  debo desde vuestro despertar a la vida y descubrir, que dentro de vosotros, como dentro de todos los seres humanos, se agigantaban inquietudes, deseos de trascendencia, miedo, que, en un ininterrumpido vaivén comenzaba una búsqueda precoz  de respuestas: “¿Existe Dios, mamá? ¿Hay otra vida, mamá?”
Mi sí, o mi no rotundo hubiera sido una traición a vosotros, a mí misma... a Dios. ¿Acaso era yo alguien para interceptar con mis verdades el camino de las vuestras? Por eso, mi deseo de reconduciros al umbral de esa búsqueda personal que. inexorablemente os hiciera  converger  en la  paz de una vivencia rumiada en los adentros del alma: Somos el hálito  y la fragancia de Dios. Somos Dios en las raíces, en los tallos,... en las hojas.   
Perdonad hijos, que no tuviera mejor respuesta. Sólo, cuando el río es grande, crea profundidades en las que  puede bucearse en busca de algún tesoro perdido, o simplemente en busca de esa botella  que encerraba el mensaje. Y es que vuestras preguntas  me sorprendieron a mitad del camino, cuando todavía Dios era artífice anónimo de mi madurez, cuado Dios, tras una barrida de fanatismo religioso, parecía esfumado de mi vida. Los tiempos, la moda, mis razonamientos se encaminaban  a considerar la fe de mi infancia y de mi juventud.  Recuerdo que una noche lloré la muerte de Dios que, de repente, se convirtió en una obsesiva pesadilla que me había acompañado  desde el mismo día de mi nacimiento.
Y empecé a caminar sola, materializando todo lo  que como un toque de atención, me resultaba desconcertante. Me convertí en oyente, en creyente de todas las teorías acerca de la no existencia de Dios, acerca del sentido práctico que debe guiar nuestra vida al considerarnos auténticos protagonistas de una historia donde cada eslabón  que nace se aúpa en  la nada del que muere.
Con indiferencia, he caminado durante largos años, atribuyendo a casualidades, a hechos naturales, todo lo que de alguna forma pudiera recordarme el aliento de Dios, presente y cálido en mi exigencia. Y llegué a comulgar con un  final terreno de todo lo que soy, aceptando y dando por buenas,  las limitaciones que la muerte impone a todo lo que vive como final  único e inexorable de este puñado de materia que es nuestro  cuerpo. Me he preocupado, eso sí, de estar siempre en paz con mi conciencia, pero por pura ética al saberme cumplidora de mi deber como ser humano.
Pero un día, también ya lejano, ahondé en mis profundidades, revestida de soledad, de silencios, revestida de mi verdad, con las alas que me crecieron en el camino: intuición, objetividad,   valor, sabiduría, discernimiento... Y allí, sin cielo ni infierno, sin voluntad que deba acatarse como antídoto  y remedio de todos los males o de todos los bienes, sin la vara, sin la puya que ordena, castiga o premia, allí, creando mi vida cada instante, sacándome de la nada, cuando yacía muerta por el dolor de tantas veces, allí, vivo, alumbrando mis oscuridades y revistiendo de amor mis alientos  perdidos, estaba Dios.
Por eso, hijos míos, hoy emocionada, y no por sensiblerías, que no  han lugar, y menos precisamente en estos días, en los que intuyo el  gran dolor que nos aguarda, quiero haceros partícipes de la única respuesta que sé, de la única quizás que pueda daros con toda sinceridad: Yo creo en Dios. No obstante,  comprendo que Dios no existe para todos. Quiero decir que hay que creer, crear profundidades, zambullirse en ellas hasta la saciedad, con la única libertad que existe, la que nadie puede violarnos: la libertad de sentirnos auténticos.
Pero Dios no es un molde  que sirva  para todos. Cada ser humano, mirándose a sí mismo, puede descubrir el verdadero rostro de Dios. El mío tiene el color y el  sabor de las lágrimas amargas, pero también, la sonrisa, la  paz, la calma, el amor que sostiene en vilo el agua de este río que sigue amamantándose de arroyos, en su profundo,  en su reverente  caminar hacia el mar.

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