En las tardes de verano, mi
padre, de vez en cuando, nos llevaba a la huerta del Solo –última residencia
del pintor Pedro Bueno-. ¡Qué sueño eran las huertas! Silencio, roto por el
ruidito del agua al caer por los arcaduces de una noria chiquita que, lentamente,
movía un borriquillo, dando vueltas con los ojos vendados, alrededor de una
alberca donde se lavaban hortalizas y dónde muchos niños se bañaban. Y qué
agradable era pasear por entre las planteras de tomates, pimientos, lechugas,
canalillos del riego, olor fresco que manaba la tierra, árboles frutales y
algún que otro perro vagando lentamente al compás de nuestros pasos
La huerta era también nave de
canastas, herramientas y muebles destartalados que, no obstante, me provocaban
curiosidad y cierta intriga como si algo más se escondiera tras aquellas
ingenuas realidades que a simple vista se mostraban. Lo que más nos gustaba a
los pequeños era el espantapájaros que en medio de la huerta se erguía
gracioso. Parecía un hombre de verdad, un hombre de palo: brazos erectos como
si fueran aspas de una maltrecha cruz, un viejo sombrero de paja, que le caía
tapándole un siniestro e inexistente rostro, bufanda de cuadros rechinantes,
que le llegaba hasta el suelo, y chaqueta panda como la de un viejo payaso.
Gorriones, bandadas de
gorriones acudían a la huerta con el crepúsculo. Recelosos, no se fiaban del
espantapájaros, Parecía como si todos a la vez, mirándolo, se comunicaran:
¡Cuidado! ¡Hay un hombre!
Y en la huerta llegaba la
noche entre cantos de grillos, gruñidos de perros, piruetas de gatos por las
viejas sillas esparramadas por una pequeña explanada, acceso al cobertizo de
hortalizas recogidas, y el olor húmedo de la tierra. ¡Cómo recuerdo aquel
paraíso que me parecía la huerta! ¡Y cómo puedo degustar todavía el sabor
agridulce de aquellas perillas de san juan que el hortelano nos regalaba!
¡Cuántos recuerdos que no quiero arrinconar porque en su día fueron sueños de
niña, fueron vida fecunda en sentires que se iban escribiendo en la pancarta de
mi alma!
Y siempre, al regreso, el
alborozo de unos tomates regalados, unos pepinos o un manojo de rabanillos que
todavía veo lavar en la alberca.
Algunas tardes los
paseos a la huerta terminaban en melonares propios o de familiares, y lo
primero, casi un sueño, el guarda en su choza pequeñita y casi mágica, que
salía al paso. Después, rozando la noche, el degustar aquella deliciosa fruta
que era diestramente elegida y repartida, a corte de navaja, por el diestro
guarda. No sé por qué me llenaban de misterio aquellas chozas. Me parecían
dibujos de un libro de cuentos, y esperaba que en ellas hubiera algo más que un
camastro y el asiento de una vieja silla, realidades que al comprobarlas, una y
otra vez, me dejaban triste.
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