sábado, 10 de febrero de 2018
Cartas a Lucrecia
¿DÓNDE
ESTA LA FELICIDAD?
Estoy nostálgica, Lucrecia. Esta noche es una de
esas en las que parece que, de buenas a primeras, las cosas rutinarias e
insignificantes, pasadas de largo en los meses de calor, volvieran a tener
sentido: un cuadro, un cojín, una mecedora, la tenue luz de una lamparilla de
mesa… Sí, creo, casi seguro, que es el otoño. Tiempo de retorno al trabajo, a
la intimidad, al pan nuestro de cada día que, en definitiva, son los
componentes que nos estimulan a la hora de mantenernos en forma.
Hasta plásticamente, me gusta
este tiempo más que ninguno. Los tonos marrones
de la naturaleza, la fragancia húmeda de los campos, el ambiente
cálido de los hogares... Todo me gusta y
me relaja.
¡Qué maravilla compartir una
tarde de lluvia con un amigo! Qué placer más de dioses, abrigarse con las
mismas enagüillas y, lejos, muy lejos de la vorágine que como mazo de hierro
nos azota a cada instante, abrirse a la comunicación de esa parcela de trascendencia que nos anida en los
adentros del alma y que parece condenada a una clausura eterna.
Y en esta nostalgia de otoño, que
no es tristeza, sino gozo sereno y latente que va engendrando primaveras, me
estoy acordando de nuestro juego favorito, ¿lo recuerdas...? Sí, el de “cazar
sonido”. Siempre que teníamos ocasión, corríamos por el Paseo del Lirio de
nuestro pueblo, hasta acercarnos, lo más posible a la alameda. Allí, con el río
a los pies, nos sentábamos sobre las piedras, nos quedábamos en silencio y con
los ojos cerrados… ¡A cazar sonidos! ¡A ver quién conseguía más!
Y las puestas de sol detrás del
viejo molino en los espigones del Guadalquivir, y sombras negras sobre el agua,
y trinos de ruiseñores y, a lo lejos, la barca, el barquero y bultos de gente a las dos orillas
-Yo he oído pájaros, árboles, voces…
-Y yo he oído la respiración de
Dios.
-¡No vale! Eso no se oye; eso te
lo has inventado.
Éramos felices ¿verdad...? Después crecimos, y tú, con tu
mijita de envidia -no te enfades- que disculpabas exclamando: “No es envidia.
¡Es que me da un coraje...!, comenzaste a sentirte desgraciada por pequeñas
cosas.
Yo -tú lo sabes-, a pesar de no ser nada juerguista,
nada ruido, nada bulla -¡qué más quisiera!-, soy, y no me importa proclamarlo a
los cuatro vientos, feliz. ¿Qué si ya no me acuerdo de tantos malos tragos?
Verás, Lucrecia, para mí la felicidad no es un estado permanente de alegría y
bienestar que, además, hay que esperar e incluso exigir al destino y a cuantos
nos rodean. Quien así lo entienda creo que jamás podrá gozar de ella. Mi
modesta opinión es que el mayor acierto del ser humano es vivir el presente en
plenitud, sin despreciar las pequeñas cosas que, como finísimos hilos de araña,
cuelgan de nuestros instantes.
Y no sólo vivirlos en plenitud,
sino con absoluta y total conciencia de lo positivo que hay en ellos porque el
lamentarnos del pasado o el inquietarnos por el futuro nos obnubila nuestra capacidad de ser felices
en lo único que de verdad poseemos: el instante presente.
Y no creas que es una utopía, ni
una forma idílica de contemplar la vida. Es
algo así como mentalizarse para ser feliz. Por eso cuando te digo que yo
lo soy, me estoy refiriendo a esta hora,
a este presente en que mis hijos rendidos de sus trajines, duermen, y mi
marido, que se traga la casa, ronca, y mis deberes honradamente cumplidos, y el
silencio de la noche, mi incondicional
aliado, y mi máquina, tac, tac, tac..., reproduciendo para ti, mis mejores
pensamientos.
No, no quiero recordar momentos
de tristeza y dolor. No quiero pensar tampoco en lo que puede suceder el
instante que viene. Me vale más, sumar y sumar estas gotas de felicidad -un
abrazo por el otoño- de las que soy consciente, y me empapan como si mi alma
fuese una esponja ávida de cualquier rocío
Tenemos que vivir, amiga, como si
cada paso fuera el último o el primero
de nuestra vida. Gozarnos en él, como si fuera el único,
porque no volveremos jamás a él, y así, estrujando el tiempo hasta que quede
bien seco en nuestras manos, tendremos la impresión de que se estira, de que se
eterniza. Y, por supuesto, una lágrima, un suspiro, un quejido, no son
sinónimos de infelicidad, sino, más
bien, expresión de esa calma que nos
anida en los adentros, sin que nada ni nadie pueda robarnos, porque es
patrimonio de nuestro estilo de vida, capaz de
expresarse al unísono de cada
emoción que nace y muere con nombre
propio.
Ahora me parece que entiendo aquella precoz
mentirijilla de nuestro juego: “Oír la
respiración de Dios”. Eso debe ser algo así como notarse que, dentro de
nosotros hay un flujo de vida que nos recorre de pies a cabeza, iluminando
nuestros para que, al ejercitarlos, nos sintamos felices con todo lo que por
ellos somos capaces de percibir. No está la felicidad en ser el primero ni el mejor. No en tener mucho
y dominar más. No en batirse y alzarse con la victoria. No en apostar y ganar.
La felicidad-soy machacona, ¿eh...?- está en valorar las pequeñas alegrías de
nuestro presente.
En el bloque, donde tengo mi
apartamento de trabajo, una vecina canta y canta a todas horas, como cantábamos
antes. ¿Te acuerdas lo bien que me salían los gallos de “Tengo un hermano en el Tercio...? Hoy nadie
canta. Sólo hay tiempo para hacer ruido.” Soy feliz-dice mi vecina- porque
valoro mucho lo que tengo”.
Déjate de pelusas, que nada es para siempre y
que cada cual tiene lo suyo y nadie lo tiene todo.
Pero, ¿te digo la verdad? ¿Sí? A
pesar de mi soledad elegida, cuando el sol se pone… “colorón” -¿te acuerdas
cómo notábamos por el color del sol la precoz llegada del otoño?- desearía
sentir el cálido abrazo de un ser humano que me quisiera, que me hiciera sentir
que podemos ser uno en dos. Sí, Lucrecia, disimulo, pero la soledad es a veces
una pesada cruz.
Otro abrazo para que, cuando lo
recibas, tengas, al menos, un motivo para ser feliz. Te quiero.
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