Cuando murió mi madre, mis hijos tenían cinco y siete años respectivamente.
Al llegar el primer aniversario de su fallecimiento, se me planteó un dilema: ¿los dejaba con la vecina para ir al cementerio o los llevaba conmigo?
Con reparos, razones, y hasta escrúpulos, me decía a mí misma: “El cementerio no es lugar para niños tan pequeños. Pueden impresionarse, traumatizarse, asustarse...”
No obstante, haciendo caso a mi marido, hombre práctico y de grandes y sencillos valores, decidí que me acompañaran.
Y resultó que, cuando más a la expectativa andaba yo, acerca de sus posibles reacciones, ellos, sin dejar de juguetear por los caminillos, al llegar a la calle donde mi madre estaba enterrada, mirando, cuando yo les indiqué el lugar, exclamaron felices:
-¡Que bien está aquí la abuela entre tantas flores y pájaros!
-La abuela no está en el cielo; la abuela está en un jardín. Y como a ella le gustaban tanto las flors...
Después, en casa, mi hija de siete años, dijo:
-Voy a sembrar una maceta para que se la llevemos a la abuela.
Y el pequeño añadió:
-Mamá, ¿cuándo vamos a ir otra vez al jardín de la abuela?
Realmente sorprendida, yo me dije:
En la mirada de los niños/as sólo hay belleza y bondad. Los fantasmas son visiones de los mayores, pero, a fuerza de alimentarlos, logramos que se hagan tan gigantes como para exterminar la ingenuidad de los pequeños,
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