Pues sí, tropecé con un dios de mentira, pero claro, yo no lo sabía, y como si fuera una repentina aparición lo abordé en la librería de unos grandes almacenes de nuestra ciudad. "¡Perdone, perdone!"; "Espero a alguien", exclamó, buscando con la vista por encima de las estanterías alguna cámara más valiosa que mis humildes palabras, ruido, sin duda, que entorpecía el esplendor musical de su momento.
Me alejé sin más, pero las reflexiones me crecían como la espuma:
¿Acaso es más grande el que llega más lejos, a saber por qué? No, me dije, más grande debe ser el que tiene tallas para todos.
¿Acaso tenemos que rendirle culto a los ídolos? No, me dije, son perecederos, son humo que se pierde recién nacido, son barro que se desmorona con solo tocarlo.
A ciegos que estemos, podemos ver cómo la idolatría campa hoy día a sus anchas: dioses más dioses que se aúpan en la peana, se colocan el áurea y, ¡hala!, que me rindan culto, que me adoren y a reservarme para cosas importantes.
Y los adoramos, ¡Vaya si los adoramos! Futbolistas, tenistas, toreros, escritores, políticos, personajillos televisivos, etcétera por los que nos sacamos los ojos si es preciso. Es lo que hay: dar la espalda al único Dios creador y dirigir el incensario hacia los ídolos, olvidando que el sol se pone al tiempo que nuestros cabellos se tornan grises y en la agenda de nuestra vida las fechas caducadas se nos alzan en blanco.
El mundo no precisa de ídolos sino de seres humanos de carne y hueso con los pies en la tierra y la cabeza colgada de la provisionalidad y nada que somos. Gente honrada, auténtica, veraz, persona, ante todo, que arrime el hombro, que no anteponga el deseo de poder y fama, al flash porque lo más de los ídolos será transformarse en palos con cabeza y sin corazón.
Hay gente tan sumamente pobre, que solo busca la aburrida peana de un altar.
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