Lo decía, o al menos yo le ponía letra, al "carretilla", el tren aquel de ruidosos traqueteos: "Cuesta arriba, cuesta abajo, qué fatiga, qué trabajo-"
Y con la lengua fuera y tragando humos y carbonilla, llegábamos al fin a nuestro destino. ¡Ea, pues, de nuevo hemos subido al tren de lo cotidiano! ¡Y qué fatiguita la cuesta arriba que se avecina! La mesa de trabajo, los papeles, las caras, todo parece que se nos amontona en un negro sobre gris cuyo título se nos agiganta: rutina, rutina que vuelve a ser algo así como eletrectoencéfalograma plano sin matices que valgan.
Recuerdo las palabras de un amigo que, operado de una grave dolencia, me decía: "Solo quisiera poder volver, un día siquiera, a vivir con normalidad, la rutina de antes". Y por experiencia creo que sabemos ya cuánto se valora lo que se pierde, por pequeño que sea, y no digamos lo grande que hoy día es poder volver a la rutina de un trabajo. A veces creo que nos autoengañamos, contándonos las maravillas de unas vacaciones ya que, por lo general, y ante un acto de sinceridad, es muy frecuente exclamar que como en casa y en el trabajo no se está en ninguna parte y hay que ver con la gana que retomamos nuestro sillón, nuestra cafetería, nuestra ciudad... Y hay que ver los proyectos que ponemos en marcha: cambiar muebles, pintar el piso, pasar por la peluquería, el dentista y, en fin, vida nueva que para eso volvemos relajaditos.
La trampa de la rutina --V. Hugo-- se desarma mirando excepcionalmente lo no excepcional. Nuevo y maravilloso, excepcional puede ser ese viejo tren que nos permitía contemplar el paisaje, comer un bocata, conocer a los viajeros...
Es por eso que, consciente del valor de cada pequeña cosa, aún tragando carbonilla, mi primera oración de cada día no es otra que esta: Un día más, Dios, para volver a ver pasar vacío el autobús de la seis de la madrugada.
* Maestra y escritora
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