Hoy, en este poyete de la plaza, frente a mi centro Escolar durante más de veinte años, quiero recordar al viejo Miguel. Aquí se pasaba el día esperando a que su nieto, aquel pequeño de babi blanco y cartera a rastras, saliera del colegio. Yo, viandante de obligado paso, me detenía cada mañana junto a él. ¿Por qué no se va a su casa? Este no es sitio, abuelo. Mi casa era el pueblo, mi casa era la “principal” pero, cuando ella se fue… ¡Maldita sea! Y unas palabras siniestras salían de sus labios secos: Niña, ¿yo qué hago ya aquí? Mi silencio, compañía y cariño, era la única respuesta; no encontraba otra.
Un día él no estaba. Me detuve a esperarlo, pero, el pequeño de babi blanco y cartera a rastras, desde lejos, exclamó: ¡El abuelo se ha muerto! Un escalofrío me corrió de pies a cabeza.
Sí, ¡solo un día faltó! El día que dejó el poyete de la plaza y se fue al gran jardín de Dios. Unas lágrimas rodaron por mis mejillas entre el bullicio de gente por las calles y de niños en la escuela. Pero sus ojos ruinosos, su mirada opaca, que no obstante sonreía, se quedaron en mí para siempre.
¡Espérame, abuelo Miguel! Quiero conocer a tu “principal” y quiero sentarme contigo en la gran plaza del cielo y entonces, solo entonces, podré explicarte qué hemos hecho aquí.
¡Espérame, abuelo Miguel! No, no hay muerte, sólo separación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario