Rebobinando la cinta de mi vida, me detengo en los años de mi infancia. Huelo en ellos a braseros de picón, a uvas pasas, a café de "maquinilla", sahumerios de azúcar quemada, a flores en todos los tiempos...
Y esta retrospección me viene dada al reflexionar y constatar las conductas de padres e hijos en estos tiempos.
Los maestros sabemos bien, y de ello nos lamentamos constantemente, cuán deteriorada anda la disciplina, y la escasa o nula colaboración que aportan los padres, a fin de lograr un mayor rendimiento y, sobre todo, un mayor grado de respeto y consideración hacia los mayores.
A mi entender los padres de hoy, salvo excepciones, que haberlas haylas, sumergidos en la vorágine que les impone una maratón como la que vivimos de competitividad y consumo, depositan, total y absolutamente, la responsabilidad, en cuanto a educación e instrucción se refiere, en el maestro o maestra de turnos de sus hijos.
Y si este desinhibiese, de lo que son obligaciones por excelencia de los padres conllevara al menos carta blanca para el tutor, algo menos habría que lamentar.
Sucede, paradójicamente, que estos padres, y más aún, madres, ciegos y sordos a cuánto pueda recordar, evocar en ellos algún sentimiento de responsabilidad, se tornan agresivos, en el sentido de no aceptar como bueno aquellas cosas que no desean escuchar, aquellas que les exigen implicación, dedicación, atención... a sus hijos.
Para los niños y niñas de todos los tiempos, el aula por excelencia es el hogar.
Se suele decir, y es verdad, que la educación se mama. En el seno de la vida familiar, los niños aprenden, de forma natural, lo más trascendente o lo más superficial; en el seno del hogar van a recibir la mejor o la peor herencia que podamos legarle; en el seno de la vida familiar, los hijos van a crecer, bien como individuos educados, responsables y colaboradores de una mejor sociedad, o bien, como protagonistas vacíos de valores y prestos a caer en manos del primer postor que les salga al paso.
Muchos fueron mis maestros y maestras, pero lo mejor de mí fue semilla que, con mucho amor y paciencia, con esfuerzo, con sacrificio, con total conocimiento de la gran aventura que conlleva ser padres, depositaron, entre olores de la tierra, entre vivencias familiares entrañables, entre los agridulces sabores de los tiempos, mis padres.
Por eso, yo reivindico una seria reflexión sobre el "oficio" de ser padres que no se compra, no se vende, ni se delega.
Los maestros ayudan, eso sí, pero ese cálido recuerdo que debe germinar como antorcha de luz perenne, se enciende, o se apaga para siempre, en la familia, en el aula maravillosa del hogar.