jueves, 27 de marzo de 2008

EL AULA DEL HOGAR


Rebobinando la cinta de mi vida, me detengo en los años de mi infancia. Huelo en ellos a braseros de picón, a uvas pasas, a café de "maquinilla", sahumerios de azú­car quemada, a flores en todos los tiempos...
Mi mundo tenía dos nom­bres: papá y mamá, y ellos representa­ban el amor, el ejemplo, la segu­ridad... la educación. Las manos lim­pias, las uñas cortadas, las palabras correctas, los buenos modales, la disciplina, el or­den, el trabajo, el respeto... constituían toda una gama de gestos que mi padre transmi­tía en una constante actitud de educador responsable de siete hijos.

Y esta retrospección me viene dada al reflexionar y constatar las conductas de padres e hijos en estos tiem­pos.

Los maestros sabemos bien, y de ello nos lamenta­mos constan­temente, cuán deterio­rada anda la disciplina, y la escasa o nula co­labora­ción que aportan los pa­dres, a fin de lograr un mayor rendi­miento y, sobre todo, un ma­yor grado de respeto y consi­deración hacia los mayores.

A mi entender los padres de hoy, salvo excepciones, que ha­berlas haylas, sumergidos en la vorágine que les impone una ma­ratón como la que vi­vimos de competitividad y consumo, de­positan, total y absolutamente, la responsabi­lidad, en cuanto a edu­cación e instrucción se re­fiere, en el maestro o maestra de turnos de sus hijos.

Y si este desinhibiese, de lo que son obligaciones por ex­celencia de los padres conlle­vara al menos carta blanca para el tutor, algo menos ha­bría que lamentar.

Sucede, paradójicamente, que estos padres, y más aún, madres, ciegos y sordos a cuánto pueda recordar, evocar en ellos algún sentimiento de responsabilidad, se tornan agresivos, en el sentido de no aceptar como bueno aque­llas cosas que no desean escu­char, aquellas que les exigen implicación, dedicación, aten­ción... a sus hijos.

Para los niños y niñas de to­dos los tiempos, el aula por excelen­cia es el hogar.

Se suele decir, y es verdad, que la educación se mama. En el seno de la vida familiar, los niños aprenden, de forma natural, lo más trascendente o lo más su­perficial; en el seno del hogar van a recibir la mejor o la peor herencia que podamos legarle; en el seno de la vida familiar, los hijos van a crecer, bien como in­dividuos educados, respon­sables y colaboradores de una mejor sociedad, o bien, como protago­nistas vacíos de valo­res y prestos a caer en manos del primer pos­tor que les salga al paso.
Muchos fueron mis maestros y maestras, pero lo mejor de mí fue semilla que, con mu­cho amor y paciencia, con esfuerzo, con sa­crificio, con total conocimiento de la gran aventura que conlleva ser pa­dres, depositaron, entre olores de la tierra, entre vivencias familiares entrañables, entre los agridulces sabores de los tiem­pos, mis padres.
Por eso, yo reivindico una seria reflexión sobre el "oficio" de ser padres que no se com­pra, no se vende, ni se de­lega.
Los maestros ayudan, eso sí, pero ese cálido recuerdo que debe germinar como antorcha de luz perenne, se enciende, o se apaga para siempre, en la familia, en el aula maravillosa del hogar.

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