En un importante evento televisado en lugar público e interesada sobre todo por los más pequeños, observaba cómo, mientras los adultos permanecíamos boquiabiertos al televisor, los niños/as, que eran mayoría, alejados de todo y de todos, no corrían, no jugaban sino que, silenciosos y sentados en un rebatillo, manipulaban absortos sus maquinitas Nintendo como si nada les importara fuera de aquella pequeña pantalla. Confieso que sentí algo de tristeza.
Según Piaget la imaginación es un instrumento no sólo para conocer la realidad sino para poder crear otra escena por medio de la función simbólica, una escena intermedia entre el sujeto (mundo interno) y el objeto (mundo externo) con la que el niño evita la frustración que le produce el principio de la realidad añadida a su carga instintiva.
Es decir, el niño puede introducir en su fantasía símbolos e imágenes de las cosas, y esto permite que esta fantasía se convierta en pensamiento consciente.
El poder de actuar, no con hechos sino con símbolos o imágenes de las cosas, da una mayor flexibilidad al psiquismo y esta flexibilidad hace que disminuya la carga de angustia y ansiedad que la aproximación a la realidad le produce.
Por consiguiente, educadores en general tendríamos que conocer, respetar y proteger esta función, ya que posibilita al niño el paso del principio del placer al de la realidad, evitando la brusquedad de una incorporación precoz al frío estadio de las realidades. Pero en el mundo de hoy no dejamos eventos silenciosos, huérfanos de imágenes y de significado.
Todo se lo damos calculado, programado, representado, sofisticado... Sin reverencia, sin piedad, le hacemos irrumpir en el santuario de sus años más felices para destruirlos. La magia del juego consiste en dar valor a un objeto cualquiera, con tal de que sirva como experiencia placentera.
Todo se lo damos calculado, programado, representado, sofisticado... Sin reverencia, sin piedad, le hacemos irrumpir en el santuario de sus años más felices para destruirlos. La magia del juego consiste en dar valor a un objeto cualquiera, con tal de que sirva como experiencia placentera.
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