DIARIO CÓRDOBA / OPINIÓN
Bellezas del cielo que cada día lucen para nuestra contemplación
DIARIO CÓRDOBA / OPINIÓN
Es inenarrable el
sentimiento de emoción que me embarga cada año cuando amanece el Domingo de
Resurrección, entre olores de azahar, celindas, lirios... flores nuevas, en
definitiva, tras la fría y larga noche de Viernes Santo. Es algo así como si,
izándome de la tierra, me elevara a la búsqueda de un eterno abrazo con el
universo infinito.
¡Qué paz! ¡Qué amor!
¡Qué misterio! A veces casi reclamamos, exigimos pruebas a Dios para medio
creer en El, y las hay, sólo que necesitamos, eso, elevarnos por encima de lo
material para descubrirlas, porque están ahí, rodeando nuestro cuello como
abrazo de apasionado amante, y están ahí, tan pegadas a nuestras vidas que ni
siquiera las reconocemos. Sucede que nos cegamos en la inútil espera de sucesos
extraordinarios que podamos interpretar como llovidos del cielo y en respuestas
a nuestros divinos desafíos.
Todo en torno mío duerme.Es la madrugada del
Domingo de Resurrección, y una especie de plegaria me escucho en los adentros.
Gracias, Dios por haberme dado capacidad de renacer en los difíciles momentos
de mi vida y así poder continuar contemplando las estrellas, la Osa Mayor,
aquel "carro" que papá me señalaba en las negras noches del jardín de
casa. Gracias por resucitar en mí cada mañana la capacidad de amar las mil
cosas sencillas que descubro en los días. La vida no es fácil. Las más de las
veces, una pesada y punzante cuesta arriba. De ahí que cada día vayamos
muriendo un poco, pero de ahí, sobre todo, que cada día tengamos que beber,
sorbo a sorbo, el divino elixir del amor y la esperanza, y resucitar, como
resucita la primavera, como resucitan los pájaros cada año en sus nidos.
Y termino con versos de
un querido amigo R.M. Navarrete: Quiero que existas, Dios / porque si Tú
existes en algún lado / se detendrá el reloj en la hora de siempre / y daremos
de nuevo cuerda al corazón parado.
DIARIO CÓRDOBA / OPINIÓN
Es inenarrable el
sentimiento de emoción que me embarga cada año cuando amanece el Domingo de
Resurrección, entre olores de azahar, celindas, lirios... flores nuevas, en
definitiva, tras la fría y larga noche de Viernes Santo. Es algo así como si,
izándome de la tierra, me elevara a la búsqueda de un eterno abrazo con el
universo infinito.
¡Qué paz! ¡Qué amor!
¡Qué misterio! A veces casi reclamamos, exigimos pruebas a Dios para medio
creer en El, y las hay, sólo que necesitamos, eso, elevarnos por encima de lo
material para descubrirlas, porque están ahí, rodeando nuestro cuello como
abrazo de apasionado amante, y están ahí, tan pegadas a nuestras vidas que ni
siquiera las reconocemos. Sucede que nos cegamos en la inútil espera de sucesos
extraordinarios que podamos interpretar como llovidos del cielo y en respuestas
a nuestros divinos desafíos.
Todo en torno mío duerme.Es la madrugada del
Domingo de Resurrección, y una especie de plegaria me escucho en los adentros.
Gracias, Dios por haberme dado capacidad de renacer en los difíciles momentos
de mi vida y así poder continuar contemplando las estrellas, la Osa Mayor,
aquel "carro" que papá me señalaba en las negras noches del jardín de
casa. Gracias por resucitar en mí cada mañana la capacidad de amar las mil
cosas sencillas que descubro en los días. La vida no es fácil. Las más de las
veces, una pesada y punzante cuesta arriba. De ahí que cada día vayamos
muriendo un poco, pero de ahí, sobre todo, que cada día tengamos que beber,
sorbo a sorbo, el divino elixir del amor y la esperanza, y resucitar, como
resucita la primavera, como resucitan los pájaros cada año en sus nidos.
Y termino con versos de
un querido amigo R.M. Navarrete: Quiero que existas, Dios / porque si Tú
existes en algún lado / se detendrá el reloj en la hora de siempre / y daremos
de nuevo cuerda al corazón parado.
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