Es cierto que está de moda el ir alardeando de
buena imagen, mejores raíces y buen verbo, pregonando a los cuatro vientos una cierta indiferencia
por determinados valores y una excesiva preocupación de que se nos vea lo progres
e integrados que estamos en los tiempos que corren.
Dice Balzac: El hombre, la mujer que en la moda sólo ve moda, es idiota. Y
es que la gran belleza, aquella que es hija de todos los tiempos, las belleza
que imanta y arrebata no depende exclusivamente de esa envidiable apariencia
que, a base de estar atentos al último grito del consumo queremos adherir a nuestra
piel.
La belleza y cautivadora figura
poco o nada tiene que ver con este frenesí, mito de los tiempos y fruto de los medios que nos bombardean con maniquíes, vacíos de alma, si bien luciendo todos los
atributos exigibles para la seducción. Pero, ¡cuántos a la caza de esa suprema
imagen descuidan, desprecian lo esencial! También Balzac solía repetir que el
espíritu del hombre se adivina por su forma de llevar el bastón, y yo, sin
despreciar por supuesto los signos por pequeños, a un trabajador, cuyo nombre me reservo, que me ha cautivado por su educación, nobleza de alma, por su estilo y clase, quiero decir desde está mi
sencilla columna que su halo me ha provocado profunda reflexión.
Y ha sido su saber estar, el
confesar humildemente su incultura, su largo tiempo de trabajo en respetuoso
silencio, su compostura, su obsesiva complacencia... ¡Cuánto tendríamos que
aprender de un aparente vulgar obrero! Jamás deberíamos negar la entrada en
nuestra vida a un hombre, mirando sólo su imagen, su apariencia, porque de
hacerlo nuestra vida jamás será completa.
La nobleza de espíritu es lo que
importa. La elegancia, el saber estar siempre dónde y cómo nos corresponde, es
nobleza con mayúscula, porque no son las modas lo que de verdad importa sino el alma
que hay bajo ellos.
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