Diario Córdoba/Educación
27/11/2013
El pasado día veinte se celebró el Día
Internacional de la Infancia, fecha que por cierto, si bien algo se habló del
tema, prácticamente pasó desapercibida por lo noticiable y popular del momento,
altavoz siempre de los Medios.
Pero yo hoy, convencida de que mis
palabras no van mucho más allá de mi ordenador, vuelvo al tema porque me duelen
los niños, me duele su educación y me duelen mucho sus necesidades y problemas.
Precisamente, y hablando de necesidades,
que son auténticos derechos, toda la vida he reivindicado para ellos, como
mínimo, el mismo confort que tenemos o deseamos para los adultos en el trabajo.
Me comentaba el otro día un maestro el frío tan espantoso que hacía en su
Centro y como los niños, con tan bajas temperaturas, ni tan siquiera podían
sacar los libros de heladas que tenían las manos.
Recuerdo mis primeros años de maestra en
pueblecitos donde, cuando llegaba al aula, en la puerta, niños y madres se
aplicaban en encender un brasero por el que pasaban las manos ateridas de todos
y, por supuesto, las mías. Resulta que después de tantos años y tantos logros
alcanzados, se supone, mientras no hay delegación, lugar de trabajo público o
privado dónde no se derroche la calefacción, nuestros niños siguen con las
manos y los pies helados.
Nuestros niños y nuestros maestros que
también imparten sus clases con toda devoción y soportando los rigores de
nuestra Córdoba que de los cuarenta y tantos grados pasamos a los cero sin más
medios en la mayoría de nuestras escuelas, para refrescarnos que los abanicos o
para calentarnos que dar saltos, como se solía hacer en aquellos difíciles años
de los braseros de picón.
Según la Constitución, cualquier decisión,
ley, o política que pueda afectar a la infancia tiene que tener en cuenta qué
es lo mejor para el niño. Y, claro, cuando una lee esto se queda boquiabierta
porque, ¿lo mejor para los niños es asfixiarse o congelarse? ¡Ay, ay, qué mal
andamos!
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