Mini-cuento
La sonrisa de la buena conciencia no muere nunca
Ella, sin consuelo, seguía llorando la muerte de él.
Habían pasado meses de aparente calma para todos, pero ella vivía a dúo cada
hora, cada minuto de su existencia.
Él, único hombre de su vida, murió cuando ya los
verdes de la primavera asomaban por los campos y las golondrinas volvían a
revolotear por sus nidos de siempre.
Ella, un día, abrió con reverencia aquel cajón de la
mesita de noche, cofre de las pocas pertenencias de él, y allí, entre sus
manos, aquellas gafas que le acompañaron en vida, cristales que conservaban
huellas de sus últimas miradas.
Ella se las puso y entre borrosas imágenes, nítida,
muy nítida, él y su sonrisa de vida que jamás se apeó de su rostro.
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