Esta mañana, amigos, me sucedió algo. Estaba
sola. Alguien, que seguramente, me observaba lejos, alguien al que conocía de
saludarnos cada día, se me acercó: ¿qué te pasa, Isabel? -me preguntó-. Nada
-contesté, en principio, tratando de disimular y evitar preocupaciones-. ¿Algo
te pasa? -insistió-. He visto que te limpiabas los ojos. Y le conté qué me
pasaba. Me acompañó a mi casa, se sentó junto a mí, me trajo un vaso de agua,
me subió una tostada y café... Me dejó el número de su móvil. Después dos veces
me ha llamado. Como sé que no me va a llamar... por ver cómo estaba y si
necesitaba algo.
Y eran las seis de la mañana, y era alguien a quien saludaba
de mesa a mesa... Cuando le di las gracias, me dijo: después de tantos años
leyendo cómo debemos ayudarnos, querernos... Es un placer poder ayudarle...
Me dejó aquí sentada, delante del
ordenador, y yo escribí lo que sigue porque es lo que sentía:
A
veces uno se pregunta, quiénes son sus amigos.
Y a veces busca y hasta cree
encontrar un amigo. No obstante, ¡cuánto engaño en la palabra amistad! El
verdadero amigo es el que sabe llegar a nuestra alma con su alma. El verdadero
amigo, no exige, no reprocha, no juzga, y menos, condena.
El amigo que
compadece, que da consejos, y desentona a dúo, mejor olvidarse de él,
porque su corazón es como un almacén
vacío, presto a llenarse de dádivas hurtadas al que llama amigo.
Un buen amigo, un amigo fiel, dice Aristóteles, es
como un alma con dos cuerpos.
Y por lo general los mejores amigos suelen ser
gente humilde, sencilla porque los que se consideran a sí mismos grandes
de este mundo, sólo son oídos de los cuales huyeron las palabras, consumidas en
manjares envenenados por la pócima del egoísmo y vanagloria; jamás gozaron los
placeres de la amistad.
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