LA TORMENTAl
Por el horizonte, relámpagos, rayos, truenos gordos... Se iba la luz.
En las casas se encendían velas y mariposas que chisporreteaban y exhalaban un humillo negro que olía a sebo, se colaba en la nariz y carraspeaba en la garganta.
Por el horizonte, relámpagos, rayos, truenos gordos... Se iba la luz.
En las casas se encendían velas y mariposas que chisporreteaban y exhalaban un humillo negro que olía a sebo, se colaba en la nariz y carraspeaba en la garganta.
Arreciaba el viento y la lluvia. La gente se recogía con prisa. Tan sólo alguna que otra linterna centelleaba por las calles, confundida con el dislocado vaivén de los plataneros en la plaza
El campanín de la iglesia se aventaba solo, desorbitando el miedo de los pequeños y acelerando el rezo de los mayores: Santo, santo, Señor de los ejércitos...
Chasquidos como de piedras golpeaban de pronto tejados y cristales. Granizos que rebotaban en el asfalto como un divertido baile de guiñol.
Chasquidos como de piedras golpeaban de pronto tejados y cristales. Granizos que rebotaban en el asfalto como un divertido baile de guiñol.
Y se veían brazos infantiles, extendidos por las ventanas en incesante intento de atrapar alguno, y el agua corría por las calles, formando riachuelos, hasta llegar a las alcantarillas, y allí se quedaba estancada y formaba lagunas que amenazaban con entrar en las casas, y había estrépito de cubos, y algarabía de chiquillos...
Las abuelas, acariciando cuentaS, rezaban, en incesante murmullo, el rosario, al tiempo que se santiguaban y encendían mariposas a la Virgen del Carmen.
La tormenta se alejaba por el horizonte, dejando tras ella un cielo estrellado en medio de un puzzles de nubes que se iban desmadejando como si el ángel de las tormentas hubiera tirado, al fin, del cabo, y sólo, como rastro visble de su paso, sobrevolaran vaporosas pelusas que arrastraba el viento.
En la calle, bajo arcaicas bombillas que recobraban su macilenta luz, se formaban corrillos que miraban al cielo, que comentaban, que en felices augurios, daban gracias a Dios porque todo quedaba en el susto.
Y los niños, en divertidas escapadas, y con prosaicos barcos de papel, asaltábamos charcos y arroyuelos que corrían por debajo de las aceras. Y allí ingenuas porfías: hacer navegar nuestros mágicos barquitos.
La gente dormía, al fin, tras la tormenta. Sólo las canales, recogiendo agua de los tejados, como relajantes adormideras, en el sopor de la noche, seguían y seguían.
Y yo me acurrucaba en mi cama. Y soñaba que mi barco no se hundía, que desafiaba la tormenta, que el mundo estaba allí, en mi pueblo, en mi casa, en mi cama...
Pero hoy estorba la tormenta, estorba la lluvia, las goteras... Hoy estorba todo lo que no sea culto al dinero, al placer, prisas, competitividades... al consumo. Se perdió la ilusión por las maravillosas cosas sencillas y cotidianas.
Valdría la pena vivir aunque sólo fuera para respirar la calma que esparce a su paso la tormenta. En un pueblo, en una aldea, en cualquier lugar del mundo
Algo que no deberíamos olvidar cuando truena fuerte el dolor y nos llora el alma.
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