No hace mucho recibí carta de un amable lector que, en todo un bello discurso, me pedía reivindicara desde esta columna se instituyera y celebrara el Día del Nieto. Sus razones, coincidentes con las mías, son objeto hoy de mis momentos de reflexión en voz alta.
Es cierto que el tema de las relaciones abuelos-nietos en estos tiempos adquiere especial relevancia, y son pocas las voces que se alzan proclamando tan bella realidad. “Abuela - me decía mi chiquitín de tres añitos - si estás olita y tenes medo, pos cerras los ojos y te tapas la cabeza con la ábana” ¡Qué maravilla escuchar tales palabras!
El alma llora en una miscelánea de sentimientos: alegría, dolor... pero sobre todo, una enorme ternura brota fresca y espontánea ante la ingenuidad de un pequeño, de un nieto que en sus pocos años intuye y sabe de la soledad del abuelo, figura que ha pasado a ser imprescindible en esta sociedad competitiva.
¡Cuántos niños, desde el amanecer, quedan a merced de abuelos y abuelas!, y son ellos maestros de increíble bondad, paciencia, cariño... porque ellos llegan cuando el peso de la vida, la experiencia, las ausencias, la soledad, etc. se conjuran para que las ilusiones, en muchos casos, hayan enquistado sin aparente retorno.
Pero he aquí que los nietos representan, de nuevo, todos estos bienes, muchas veces perdidos o deteriorados. Y la vida adquiere esa dimensión de lo casi divino, por la que todo vuelve a tener el color vigorizante de los años pasados.
Y son sus palabras, sus caricias, sus alegrías, sus gestos de pura complicidad ante la presencia de los abuelos.
¡Con cuánto amor recuerdo a mi abuela! Ella, liada en un mantón negro, me esperaba cada tarde a la salida del colegio y, abriendo la ventana, colocaba en mis manos infantiles, una ilusionante golosina.
Respeto y amor a los abuelos, que tanto aman a sus nietos, que tanto ayudan a los hijos, implicados en trabajos y afanes.
Pero un día también para el nieto, cuyo mejor paisaje, cuyo único universo no son otros que el amor de los abuelos
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