Cierta parábola cuenta que un pequeño entró un día en el estudio de un escultor y vio un gigantesco bloque de mármol. Dos meses después, al regresar, encontró en su lugar una maravillosa estatua ecuestre. Y, volviéndose al escultor, le preguntó: ¿Y cómo sabías tú que dentro de aquella piedra había un caballo?
Las preguntas del pequeño son bastante más que una ocurrencia infantil. La verdad es que el caballo estaba ya dentro de la piedra, y que la habilidad del escultor consistió en saber verlo e irle quitando al bloque de piedra todo lo que le sobraba.
El escultor no añadió nada; sacó la figura encerrada en la piedra, viendo dentro lo que no veía nadie.
Redondeando esta idea, recuerdo ahora a un marinero que me dijo un día: Para ver el mar, niña, no te detengas en la orilla. Mira hasta lo más lejos que te alcance la vista, y allí, sigue mirando.
De igual forma yo pienso que para conocer a los seres humanos no basta con mirarlos a la cara sino que hay que alcanzar las vastas profundidades de su alma donde se esconde esa obra de arte que puede iluminar al mundo, pero hacen falta artistas, ojos avizores que, olvidados de las muchas teorías aprendidas, hagan de su práctica escolar dos sencillos principios: humanismo y creatividad
Principios ambos que ni hay que proponerse ni exigir: Simplemente se emanan con toda naturalidad, como mana el agua del manantial, cuando se nutre de copiosa lluvia, porque, ¿cómo dar lo que no se tiene?
Siempre he considerado que la finalidad esencial de la educación es conseguir la plenitud del hombre, del alumno mediante el cultivo de los valores más genuinamente humanos, creando contextos de amor y aceptación y entendiendo el estilo que J. A. IBÁÑEZ MARTÍN define como propio de la E. humanística: incitar al individuo a tomar una posición personal en su existencia, a base del esfuerzo, de tal modo que ame la libertad, la armonía y la cultura.
Pero hacen falta escultores educativos que, sin dañar la integridad, saquen, de la bravura de la “piedra”, la maravilla que esconde cada ser humano
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